Día de verano


El sol aprieta, alrededor todo es amarillo y quema, el trigo segado araña mis piernas desnudas, No debo quejarme, ya sé que la felicidad siempre duele. Sigo adelante. Allá lejos, demasiado lejos para una niña de cinco años, está el río Corbones.

La orilla izquierda apenas cubre mis pies doloridos, los guijarros se clavan en mis sandalias de goma, nada importa, es maravilloso chapotear en el agua cristalina, empaparme poco a poco; mi madre me grita que tenga cuidado, no le gusta que el agua le salpique. Más tarde, cuando ya se ha adueñado del terreno, se adentra con cautela en el río manso, no más allá de las rodillas, entonces remoja sus brazos y sus piernas y su pelo rizado,  y acaba sentándose en la orilla, conmigo a su lado.

Mis hermanas y mi padre desaparecen nada más llegar. Ellos se bañan en el otro brazo del río: un serpentín estrecho y profundo que les permite tirarse de cabeza una y otra vez. Oímos sus gritos y sus risas, y a mi padre complaciente cada vez que alguna de ellas borda alguna pirueta en el aire; le llena de felicidad el arrojo de mis hermanas, ese que ni mi madre ni yo tenemos.

A nosotras nos basta con nuestra orilla izquierda, hecha a nuestra medida, habitada por multitud de pececillos que se enredan en nuestros pies cosquilleándonos por todos lados.  Los observamos  ir y venir durante mucho tiempo, no sé cuánto, pero acabamos reconociéndolos y bautizándolos. Los de tono rojizo son todos Tomatito, de eso me acuerdo. También están las cuerdas que hay que controlar para que no se las lleve la corriente. Sujetan botes y recipientes que mi madre deposita en el agua para mantener fresca nuestra comida.  Tiramos de ellas con cuidado, comprobamos que todo sigue en orden y volvemos a dejarlas escapar, como pescadoras apenadas de su presa.

El parloteo y las risas de mis hermanas se acercan, el ejercicio les abre el apetito, vienen de vuelta antes de lo esperado, o eso me parece: el tiempo aquí es diferente. Mi madre reparte tortilla de patatas, bocadillos y refrescos, y mi padre cuenta alguna de sus historias. Me gusta tenerlos a todos juntos, diseminados por aquí y por allá, en la orilla izquierda del río que me pertenece, donde me reconozco y habito como uno de mis pececillos.

Poco a poco se hace el silencio, mi madre dormita en su rincón y mis hermanas sueñan, es la hora de la siesta.

Mi padre se levanta y me coge de la mano. Vamos a dar un paseíto tú y yo, me dice bajito. Me siento una princesa, mejor un Tomatito, la rana que no deja de croar a nuestro paso. Llegamos  al cruce del otro río, el de ellos. Nos detenemos antes de subir la cuesta. Mi padre señala a los pinos.

El año que viene me dice con indudable amor, ya habrás crecido lo suficiente y podrás venir con nosotros.

La felicidad, vuelvo a comprobarlo, siempre, siempre duele.

 

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