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Día de verano

El sol aprieta, alrededor todo es amarillo y quema, el trigo segado araña mis piernas desnudas, No debo quejarme, ya sé que la felicidad siempre duele. Sigo adelante. Allá lejos, demasiado lejos para una niña de cinco años, está el río Corbones. La orilla izquierda apenas cubre mis pies doloridos, los guijarros se clavan en mis sandalias de goma, nada importa, es maravilloso chapotear en el agua cristalina, empaparme poco a poco; mi madre me grita que tenga cuidado, no le gusta que el agua le salpique. Más tarde, cuando ya se ha adueñado del terreno, se adentra con cautela en el río manso, no más allá de las rodillas, entonces remoja sus brazos y sus piernas y su pelo rizado,   y acaba sentándose en la orilla, conmigo a su lado. Mis hermanas y mi padre desaparecen nada más llegar. Ellos se bañan en el otro brazo del río: un serpentín estrecho y profundo que les permite tirarse de cabeza una y otra vez. Oímos sus gritos y sus risas, y a mi padre complaciente cada vez que alguna